Te has levantado temprano para
encontrarte con la soledad infinita del mar, con esa luz que renace de sus
aguas como si fuera la Venus que los pintores buscaban para plasmar en su
belleza el ansia que recorre la médula de la historia del Arte: el afán de
eternidad. Allí estaba el Contemplado, insomne e indiferente al paso de los
hombres, apenas un resplandor celeste que te mordía los pies con el frescor de
sus aguas. Y allí, en esa espuma que es la tiza efímera con la que Dios nos
escribe desde su silencio, leíste una vez más el mensaje cifrado que te sirve
para seguir caminando, la palabra que le da sentido a la vida y que no es la
muerte.
Allí viste, de pronto, los rostros de
aquellos que te precedieron en el camino y que sufrieron infinitamente más que
nosotros. Aquellos para los que no había más crisis que el hambre y sus
secuelas, aquellos que no conocían otros mercados que las plazas de abasto
donde compraban la comida del día, aquellos que no estaban pendientes del bono
alemán sino de irse a Alemania para encontrar un horizonte que aquí no se
divisaba ni en la lejanía del futuro,
aquellos que se sacrificaron para que nosotros pudiéramos vivir en paz y en
democracia, para que pudiéramos estudiar lo que ellos no pudieron conocer
jamás.
¿Qué habría sido de España sin aquellas
madres que obraban cada día el milagro de los panes y de los peces para llenar
la bolsa de la compra que nunca caía como el Ibex que se desploma a cada
instante? ¿Por qué no miramos atrás sin ira y sin resentimientos
guerracivilistas para aprender de quienes hicieron posible aquel tránsito de
una guerra a la paz que disfrutamos? Las preguntas se suceden en tu mente
mientras un escalofrío recorre tu cuerpo, porque el mar te devuelve una marea
de recuerdos, los rostros de quienes te amaron y ya no están, las voces
perdidas en los ecos que te animan a seguir adelante, a no desfallecer por esta
crisis que nos infunde lo peor: el miedo. No podemos fallarles, no podemos
tirar por la borda el legado que nos dejaron. Tenemos que luchar por el futuro
de nuestros hijos y por la memoria de nuestros padres, que nos lo dieron todo
aunque no tuvieran casi nada.
Y ha sido precisamente ahí, en ese
momento, cuando te has roto por dentro. Reconócelo. No sientas vergüenza al escribirlo.
Has llorado ante el mar porque la fecha te duele por dentro. Ese llanto ha sido
el mismo que derramas cada año cuando una Muchacha sale a la calle para
enfrentarse con la Madrugada, para vencer a las sombras de la desesperación,
para recorrer las dos orillas de la ciudad, para cruzar el puente y atravesar
el arco, para recordarte que sigues siendo el niño donde habita su nombre. Te
lo ha dicho el mar en la soledad infinita de su silencio insomne. Ese mar al
que nunca te cansas de mirar como nunca te cansas de escribir, y más aún en
estos tiempos de zozobra, el nombre de la Esperanza.